lunes, 20 de julio de 2009

LA CALIDAD
(6-3-1999)
JUAN GARODRI


No pretendo adentrarme en la espinosa senda de la crítica de libros. Pretendo aludir, por poner un ejemplo, a La cabeza de plástico, la última novela de Ignacio Vidal-Folch en la que, “con un sarcasmo nada complaciente”, cuestiona el arte moderno y “pone el dedo en la llaga del estado de desconcierto y disparate en el que vive el mundo del arte”, dice la reseña que le dedica uno de los cuadernillos culturales del pasado fin de semana.
Con parecido propósito, escribí en esta misma sección, no hace mucho, un artículo (El calcetín de Tapiès) que alcanzó relativa difusión y aceptable complicidad entre cierto número de lectores. En él ponía en duda la«calidad» de muchas obras consideradas como artísticas por autores, promotores, impulsores y patrocinadores de toda esa fauna que abreva en el inamovible y granítico pilón que el sedicente progreso, o así, ha asentado en las cuadras institucionales. Evidentemente, mi concepto de la «calidad» difiere absolutamente del concepto que ellos poseen y aplican, en consecuencia, a sus obras. Y qué quieres que te diga, tan razonablemente pueden ellos justificar sus pretensiones artísticas como yo razonar mis justificaciones y desvaríos.
Y ahora, amigo, viene la pregunta del millón, que se dice. ¿Dónde se asientan los criterios idóneos para reconocer la calidad? Porque todo el mundo habla de “calidad”. Calidad de vida, calidad de productos, calidad artística, calidad literaria, calidad interpretativa, calidad alimenticia, calidad de la enseñanza. Ahí es nada. La palabra calidad aletea sobre las cabezas con ese estado de levitación permanente que sólo poseen, me parece, las abstracciones inútiles. Como cualquier abstracción, la calidad carece de límites concretos y resulta, en consecuencia, extremadamente difícil, por no decir imposible, echarle el lazo: yo, al menos, he sido incapaz de encontrarla sentada en una resolana, tomando el sol. O tomando unas copas en el bar del barrio. La busco por todas partes, la llamo, pretendo atraerla con suaves insinuaciones y hasta con descaradas proposiciones indecentemente económicas. Incluso la invoco. Pero ni por esas. La calidad no se me aparece e, indiferente, me abandona en la oscuridad de mis conceptualidades.
Hay veces, no obstante, en que la calidad se aplica a entidades reales y adquiere, en estos casos, difusos límites concretos que proporcionan algunos parámetros (?) de identificación.
Y así, marujonas y culebroneras otorgan el voto de aceptabilidad cualitativa al producto que aparece magnificado en el bodrio de la publicidad televisiva, de manera que cuanto más les zurran la badana con el anuncio, mayor calidad otorgan al producto.
Y así, culimajos y repeinados difunden orgullosamente su criterio de verificación de la calidad a través de los «kilos» que se han gastado en la adquisición del coche: a más kilos, más orgullo cualitativo («common rail», EDC y todo eso).
Y así, yo mismo. Voy y me compro unos zapatos, por ejemplo. Y resulta que las dieciocho o veinte mil pesetas escuecen menos si el producto es de calidad: dispone de piso cosido a mano en lugar de aparecer pegado a presión.
La dificultad, insisto, radica en afirmar criterios para reconocer la calidad aplicable a otras abstracciones, como el arte, la literatura, la enseñanza.
Por todas partes se alzan voces exigiendo una enseñanza de calidad. Sería maravilloso conseguirlo. Pocas voces, sin embargo, exponen de forma imparcial ( y lúcida) en qué consiste la calidad en la enseñanza.
Ay, amigo, si acudes a cualquier foro docente, apreciarás maravillado que existen tantas opiniones sobre la calidad de la enseñanza como asistentes al acto, y aún más, porque algunos emiten opiniones diferentes según hablen al principio o al final.
Y así, los enchaquetados, e incluso encorbatados, afirmarán con contundencia que la disciplina y la vuelta a los conocimientos de siempre constituyen la base imprescindible para desarrollar una enseñanza de calidad. Los enjerseizados y entrencados, por el contrario, afirmarán con solvencia que la tecnología, los ordenadores y las conexiones a Internet definen los itinerarios educacionales actuales, y no otros. Los barbudos y encazadorados expondrán con displicencia que solamente el progreso y sus referentes finiseculares pueden capacitar una enseñanza de calidad dentro de un acuerdo marco docente y pluralista. En fin, alguien habrá que, empecinado en su peculiar concepto de la calidad, alabe el uso de material específico en el que sobreabunden diapositivas de penes, vulvas, pubis y cavidades vaginales, como si la idea cultural del progreso estuviera irremisiblemente ligada a las pelambreras de las ingles y de los sobacos o a las dimensiones y hechuras de las diferencias heterosexuales.
Y aunque yo solamente exponga hechos y no aporte soluciones (tal como algún lector más simpático que conspicuo ha manifestado en la sección de Cartas al Director), en otra ocasión te hablaré de la calidad del arte, de la literatura, de la poesía. Amén.

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