sábado, 7 de noviembre de 2009

FAR WEST
(30-7-2005)
JUAN GARODRI


De chicos lo llamábamos ‘el fargüeh’, con s aspirada en sustitución del grupo consonántico. Extremeño puro, no en vano nuestra tierra extremeña siempre ha sido el far west celtibérico y atrasado. Lejano Oeste limitando con un Portugal reseco y antiguo, del que nos servíamos para comprar toallas y tabaco rubio de contrabando. Sin embargo, para mí, el Far West lírico y cinematográfico eran las pistolas, aquellos colts calibre 45 de tambor con seis balas capaces de abatir al malo de la película. Porque siempre perdía el malo, naturalmente, que además de malo era traidor y malencarado (un mexicano con el bigote de Carod-Rovira) y no se enamoraban de él ni siquiera las chicas del saloon. A veces había malos que eran buenos, como Billy el Niño, o así me lo hacía creer la inocencia azulada de los ojos de Paul Newman. También parecía buena la tranquila furia vengadora de Ben Wrigth, el matador implacable de pieles rojas, impulsado a la continua matanza de indios por la melancolía irreemplazable del amor de Sarah Morley. Las películas de pistoleros, en el cine Mendo, no eran películas solamente, eran además exposiciones embaucadoras de un blanco y negro turbador en las que cowboys fortachones galopaban las praderas de Oregón rebuscando el whisky y las muchachas. Sin embargo, el deslumbrador atractivo del Far West lo constituía el revólver. Más que el lazo, el sombrero y la silla de montar. El revólver era la alegoría de un poderío salvaje y agreste con el que nos encubrían el verdadero horror de las pistolas. Tras los acordes del NO-DO y la voz engolada y oficialmente radiofónica del locutor, uno no acertaba a descifrar la megalomanía política encubierta por los destellos niquelados de los colts de los cowboys. Si los vaqueros solventaban los problemas de convivencia en los ranchos a base de tiros, nada de particular tenía (muchacho uno al fin y al cabo) que el régimen político solucionase las diferencias ideológicas con la cárcel y las pistolas. Algo parecido ocurría con las ‘novelas del Oeste’. Marcial Lafuente Estefanía fue un encantador de serpientes nacionalsindicalistas. Los muchachos de entonces, adormecidos por los tiros y las peleas que a diario salían de sus páginas, desconocíamos la conmoción que los tiros ‘de verdad’ generaban en la convivencia cívica. Así que uno se pasaba las siestas enteras leyendo novelas de M.L.Estefanía alquiladas por una peseta diaria. Te ventilabas la novela y, al día siguiente, a por otra. Eran ejemplares manchados y mugrientos, con la huella del roce y el sudor de tantas manos. Vaqueros. Cowboys. Cananas repletas de balas con las fundas dispuestas al tiro rápido. Oye, Johnny, tú haces trampa. Lárgate, forastero, no me gustaría llenarte de plomo. La justicia por su mano. En el Far West cada cual se tomaba la justicia por su mano. Con dos pistolas bien puestas a lo largo de los muslos. El débil o el tímido o el lento o el forastero o el extraño o el indigente o el desgraciado o el indio estaban condenados a muerte. Sin remisión. Así murió el infortunado Menezes hace pocos días en Londres. Sólo pretendía la renovación de sus papeles. Pero nada, tiraron sobre él a matar. Estamos en la Tercera Guerra Mundial, dicen, y todo se justifica con la argumentación de la propia defensa. Así que, nada. Será más importante la seguridad que la libertad. Prevalecerá la presunción de culpabilidad sobre la presunción de inocencia. Y, sobre todo, lo guapos que vamos a estar con nuestra triple canana y las fundas pistoleras atadas al muslo. Como en el Far West. (Asco en el estómago: tendré que tomarme un bocadillo de almax).

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