sábado, 14 de noviembre de 2009

EL COCHECITO
(12-11-2005)
JUAN GARODRI


Aquella Película de Marco Ferreri, 1960. En blanco y negro. Gozaba el blanco y negro de un arrogantemente doméstico, casi íntimo atractivo visual que se echa de menos en las películas en color. El cine actual se empeña en producir películas en las que el color y los efectos especiales llevan la opacidad a la magia del cine. El blanco y negro, sin embargo, favorecía el aleteo de la imaginación. El espectador se sumergía en la acción, atraído por aquella cercanía familiar y provinciana. El espectador se transmutaba en el bueno (o en el malo), besaba a la chica con los besos de Humphrey Bogart y las crisis de los sentimientos se hacían patentes y dolorosas. El cine de ahora ofrece solamente un espectáculo del que se participa en una lejanía acomodada en el color y los cucuruchos de palomitas. José Isbert hubiera perdido su entrecortado respirar ronquillo si hubieran filmado en color su entrañable tozudez.
Ahora también se produce la soledad de don Anselmo, efectivamente, y cada persona la combate como mejor puede. Si don Anselmo se empeñaba en que le compraran un cochecito para poder reunirse con sus amigos jubilados, que ya disponían de él, la persona que ahora se sienta junto a su soledad procura adquirir un coche para largarse a pasar el rato allí donde hay más personas con coche. Nadie puede quedarse en casa. Nadie quiere quedarse en casa. El filo de una espada les abre las entrañas y, ante el miedo al vacío de la orfandad hiriente, cada uno se escapa de sí mismo cabalgando caballos atmosféricos a más de ciento treinta kilómetros por hora. El coche es ese símbolo que sintetiza las apetencias y las carencias. La apetencia de ser más, de aparentar lo que no se es, se plasma en el coche que exterioriza la condición social a la que se pertenece. Porque, aunque todos somos iguales, unos somos más iguales que otros, dijo el cínico. El coche es un símbolo. De poder, de categoría social. Y el personal expresa su emoción íntima ante el nacimiento (y la posesión) de un extraordinario objeto tecnológico y diferenciador, aunque no crea en la diferencia de clases sociales. Sin advertirlo, se cae en el simbolismo de la condición social. Carl G. Jung expone que el hombre moderno continúa reaccionando a profundas influencias psíquicas que en otros tiempos se atribuían a gente supersticiosa e inculta. El coche, como símbolo, es una de esas reacciones. Y es posible, además, que sea un vínculo entre los mitos arcaicos y las modernas tecnologías, símbolo «producido en la mente inconsciente del hombre moderno al igual que se producía en los rituales de las sociedades antiguas».
Pero bueno, no era mi intención colocarte este rollo inmisericorde, lector paciente (la mente, sin embargo, camina a veces por derroteros no intencionados), sino comentar algunos aspectos del cochecito. Pero no del cochecito de don Anselmo, sino del cochecito que circula por calles y avenidas y a veces por vías interurbanas, vulgo carreteras. Aparte de que se conduzca sin el ‘carnet de conducir’ que la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas obtiene no sin esfuerzo y sacrificio ímprobos, el conductor o conductora del cochecito se atreve a circular por vías interurbanas, como dije, a una velocidad peligrosamente reducida. Y así pasa lo que pasa. Hace dos tardes, me dirigía a Plasencia y, al salir de una curva cercana a Galisteo, estuve a punto de llevarme por delante al cochecito. El frenazo fue de zapato en el asfalto y me cagué en todos los cochecitos que circulan por donde no deben circular, supongo. Después de tranquilizar mi taquicardia, continué el viaje, no sin antes propinarle dos sonoros bocinazos al conductor que, muy chulo él, me respondió alzando una mano que señalaba la cornamenta de los cornudos. Encima.

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