domingo, 1 de noviembre de 2009

DIME CON QUIÉN ANDAS
(18-6-2005)
JUAN GARODRI

Se deshacen en aplausos y enaltecimientos. El elogio les es tan natural como las roncerías al gato. (Me refiero al hecho de elogiar, no al de recibir elogios, aunque también). Y puestos ya en plan disquisitivo y docente (asentados en la disquisición, quiero decir; curiosamente, no existe el término ‘disquisitivo’) nos atrevemos a afirmar que el acontecimiento del elogio puede considerarse desde distintos puntos de vista, según atendamos al elogiador y su naturaleza. Existe, en primer lugar, un elogiador infantil e inocente que se entusiasma encendidamente quizá porque todavía conserva cierta provisión de capacidad para la sorpresa. Y así hay elogiadores fervorosos que exaltan cándidamente las virtudes de sus iconos idolatrados. No hay más que recordar esas imágenes televisivas aparecidas estos días en las que cientos de cándidos elogiadores dan saltos de complacencia y se abrazan festivamente porque su ídolo idolatrado (pleonasmo), un tal Michael Jackson, ha sido declarado inocente de las acusaciones que lo inculparon judicialmente: abusos sexuales a menores y otras bobadas sin importancia, total poca cosa. Un ángel el tal Jackson, un ángel con cara de cartón piedra que ha tropezado y caído en sus propios rayos de luz mediática. En segundo lugar, aparece con no poca frecuencia la figura del elogiador envidioso, un tipo que ha sobrepasado los límites de la inocencia más allá de siete pueblos y se dedica a elogiar con la mala baba característica del ofidio. Lo comprobé el otro día en el taller de Machaco. Entra un tipo de los sedicentes cultos y elogia el ímprobo trabajo del escultor cauriense para dar forma a los tres metros de bronce de su actual trabajo “El Minotauro”. El tipo da vueltas alrededor de la enorme estatua, la observa una y otra vez, la inspecciona. Parece que le gusta a juzgar por sus gestos de satisfacción y asentimiento. Se deshace en alabanzas, enaltecimientos y elogios. Machaco se le acerca y le pregunta, «Qué, ¿te gusta?». «No está mal, no está mal», responde el espontáneo metido a crítico, «pero hay algo que no acaba de convencerme: hay un fallo de proporción espacial». A Machaco se le tuercen las gafas y exclama: «Hostia, tío, a ver si vas a darme lecciones a estas alturas. Escuchémoslas». Y va el tipo y aclara: «no está proporcionado el miembro viril del Minotauro, y tampoco lo están los pezones de la doncella». Son las reacciones del elogiador envidioso: carece de capacidad para enfocar la obra en su conjunto y se detiene en dos accidentalidades fisiológicas que, en sí, no añaden valor estético a la escultura, pero las considera importantes para asestarle una patada en el escroto al autor. En tercer lugar, existe el tipo del elogiador pelotas (un elogiador in praesentia) que expele alabanzas sin compasión debido al impacto que la obra ha causado en sus neuronas artísticas (escasas) y hasta da palmadas en el hombro del elogiado y empujones y collejas, si se tercia, para manifestar la estrecha relación amistosa que lo une con él. En cuarto lugar, podemos encontrarnos con elogiador hermeneuta. Se trata del tipo enterado y sabihondo que se permite el lujo de interpretar cada dos por tres los gestos y la obra del elogiado, y así lo explica a los concurrentes con grandes aspavientos y gesticulaciones. Finalmente, aparece en la fauna elogiadora el llamado ‘elogiador de ausentes’ (in absentia), que presume ante los demás de amistad profunda e íntima con el famoso y lo elogia y lo engrandece con lo que, al mismo tiempo, se está engrandeciendo él (qué importante será este tío, piensa que piensan los demás, cuando es tan amigo de personaje tan importante). Así que el elogiador de ausentes ha cenado con él no sé cuántas veces y hasta conoce el número de libros de su biblioteca. (Continuará).

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