viernes, 24 de julio de 2009

LA EDUCACIÓN, ESA COSA
(9-5-1999)
JUAN GARODRI


Allá cada uno con las manías y sus obsesiones, esos gusanos gélidamente pertinaces que roen las entretelas del subconsciente como si fuesen hojas de morera. Al respective, que se dice, yo me mantengo en la cuerda floja, más o menos equilibrado con dos manías aparentemente contradictorias: los libros y el fútbol. Y así como no hay día en que no consuma mi buena ración de páginas, recorrido por los límites de una ingestión libresca y reflexiva, no hay atardecer de fin de semana en que no haga lo posible por enterarme de los resultados de los partidos de fútbol (más que nada para ver cómo el Atlético se sacude de encima la tiña de la promoción y cómo el Numancia degusta el sueño del ascenso).
Sin moverte de casa, puedes enterarte de todos los resultados futbolísticos y deportivamente patrioteros por los que uno suspira. Pero sin moverte de casa no puedes conseguir el libro que necesitas, porque el sueldo no da para adquirir tantos como uno quisiera. Así que el lunes, “de buena mañana” (ya hay culimajo que lo suelta en las pantallas televisivas), así que el lunes, te decía, a primera hora, me dirigí a la Casa de Cultura para la investigación y todo eso de unos datos en la biblioteca pública.
Los jóvenes de la tercera edad ya andaban agrupados a la sombra de los soportales y entraban y salían del edificio atraídos por la blancura aséptica de los váteres y acuciados por la próstata y otras necesidades.
Subí a la primera planta y, en el vestíbulo, me sobresaltó un desorden verbenero y suburbano, como si una piara de cerdos esquizofrénicos hubiera irrumpido inadecuadamente en lugar tan aseado y culto. Todo se mostraba desordenado y sucio: mesas volcadas, sillas patas arriba, restos de pipas, triskis, cooquis y demás productos colesterógenamente consumistas se esparcían por el suelo y los rincones con la apariencia de la desolación y la tristeza.
—¿Y esto? —pregunté.
—No, nada —respondieron—, como el sábado fue el Día del Trabajo las señoras de la limpieza no vinieron a recoger, por eso está así.
—¿Por qué está así? —insistí—.
—No, nada —respondieron—, el viernes que tuvo lugar el Campeonato Zonal de los Judex y se realizaron aquí las partidas de ajedrez.
Ni a soñar se hubiera puesto la hispánica sabiduría de Alfonso X si hubiera sospechado que, con el correr de bastantes siglos, las reglas y variantes de su Tratado del ajedrez habrían de ser motivo de irreflexión, de incultura y de falta de educación.
No quiero imitar la jactancia lingüística de J. A. Jáuregui que siempre introducía en sus artículos peritas en dulce etimológicas. Pero qué quieres que te diga, amigo, no hay más remedio que echar mano del Corominas o del María Moliner y comprobar que «educar» desciende del étimo latino «educare», emparentado con «dúcere», dirigir, encaminar. En resumidas cuentas, que educar (dentro de las abundantes variables significativas del término) es algo así como preparar la inteligencia y el carácter de los niños para que vivan en sociedad. Más: ejercitar los sentidos, la sensibilidad o el gusto para que aprendan a distinguir lo bueno o que tiene valor de lo malo o que no lo tiene.
¡Ostras, Pedrín!, ¿todo eso es educar? Todo eso y mucho más, amigo. Lo malo del asunto es que los educadores están desesperados porque los educandos no se dejan educar. ¿Causas? Ya quisiera yo saberlas. Lo cierto es que muchos chavales están más acostumbrados a la sal gorda que a la argumentación reflexiva.
Soy consciente de que piso un terreno resbaladizo, amigo, pero si uno de los signos del progreso consiste en la educación cívica dime cómo y en qué se educa hoy. La palabra educación aletea sobre las cabezas con ese estado de levitación permanente que sólo poseen las abstracciones inútiles. Libros, revistas, boletines, folletos informativos y currículos constituyen campo propicio para su siembra y expansión. Ambiciosa e inmisericorde la palabra educación y su vanidosa e insaciable familia léxica nos ahoga como esa serpiente vengadora que estrangula el retorcido cuerpo de Laocoonte. Quizá también nosotros hayamos profanado las palabras. Instituto de Educación, Educación Secundaria, sistemas Educativos, itinerarios Educacionales, Educación para la salud, psicología Educativa, Educación para la paz, sectores Educativos, Educación sexual, sociología Educativa, marco Educacional, Educación vial, patrimonio Educativo, Educación para la vida adulta, sensibilización e implicación Educativa... Palabras y palabras y palabras. Las frases quedan reducidas a la ceniza de las grandes palabras, a una utopía que no tendría por qué serlo si la constante agresión a las paredes, al mobiliario, a las personas, a la cultura y a las ideas pudiera erradicarse. Pero la agresión no se erradica. Por el contrario, permanece viva, se desarrolla e intensifica con esa presencia constante con que los gusanos germinan dentro de un cadáver...
En fin, amigo, esta especie de mala leche expositiva proviene del desbarajuste que observé en el vestíbulo de la biblioteca pública de Coria, desbarajuste ocasionado por alguno de los participantes en un campeonato de ajedrez.
¿De quién es el problema? Es la pregunta del millón (de euros), suele decirse. Si lo supiéramos, probablemente se solucionaría. Pero el hecho está ahí. El vestíbulo de la biblioteca de la Casa de Cultura es un sitio público que tú le das, que tú le prestas a los organizadores y, en lugar de devolverlo como lo recibieron, lo devuelven hecho una mierda.
(Tal vez sea que a alguien le interesa que prevalezca la estética de lo sucio. Puede ser).

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