miércoles, 15 de julio de 2009

MEKA GÜENTÓ (LAS SUBVENCIONES)
(30-10-1998)
JUAN GARODRI


La obcecación suele traer malas consecuencias. Pero la obcecación en las subvenciones las trae peores. La obcecación es como un desmadre de la voluntad, ese cielo nublado y psicasténico que propicia lluvias torrenciales e ideas fijas como si de ellas dependiesen las fertilidades conceptuales.
Ya se sabe, digo yo, que las cosmogonías se obcecan en los diluvios, cada una a su manera, y atribuyen a elementos sobrenaturales las causas de lo existente.
Por ejemplo, si yo te aseguro que Deucalión y Pirra son algo así como unos primos hermanos del Noé bíblico y primos segundos del Utnapishtim sumerio, puedes pensar legítimamente que estoy atravesando una fase más o menos esquizoide de anacronismo cosmogónico.
Así y todo, te equivocas, creo. Las lluvias torrenciales abundaron en épocas protohistóricas, o antes, y no hay cultura que se precie que no tenga su diluvio para anegar la obcecación. De manera que, a martillazo seguido, cada cual se construyó su arca para salvarse del acoso de las aguas y del castigo de los dioses que, por lo que se dice, estaban castigando a todas horas. Y así, gracias a Noé que soltó la paloma, todo el mundo se enteró del pacto de no agresión establecido con la divinidad. Y gracias a Deucalión y Pirra, que se liaron a tirar piedras por todas partes, aparecieron los hombres y las mujeres. Cuatro piedras de Deucalión, cuatro hombres. Cinco piedras de Pirra, cinco mujeres. Y así.
Y empezamos a alejarnos del australopithecus, a desarrollarnos, o sea.
Pero ocurría que junto con la capacidad craneal se desarrollaba en el hombre la obcecación. Y al mismo tiempo que le crecía la erección homínida (homo erectus) se le desarrollaba la obcecación, ya digo, como una protuberancia más endógena que superciliar.
Los mandamases de cada época histórica no tuvieron más remedio que doblegar la obcecación humana, que iba en aumento, a base de torturas, grilletes y guerras. Hasta que llegamos a nuestros días.
Y como ya no se lleva lo de la tortura institucional, al menos que se sepa, los que rigen nuestros des(a)tinos se empeñan en doblegar la obcecación del gentío a base de torturarlo con diluvios de subvenciones. Y es la gloria contemplar la alegría con la que subvencionan.
No tienes más que fijarte en las fiestas de los pueblos. Durante el pasado verano, toda la geografía extremeña (disculpa el topicazo), desde Jerez de los Caballeros hasta Casares de Hurdes, que ya hay kilómetros, fue barrida por una lluvia intensa de obcecaciones patronales y fiesteras que se convirtieron en auténtico diluvio de subvenciones.
Los mandamases llegaron a pensar (porque también piensan) que el método más expeditivo para doblegar las obcecaciones tal vez fuera inundar de subvenciones los pueblos con motivo de sus ferias y fiestas. El problema consistía en qué subvencionar.
Y a algún cráneo privilegiado (que Valle Inclán disculpe) se le ocurrió la genial idea de subvencionar la cultura, abstracción peligrosa utilizada con frecuencia por los que la desconocen.
Y aquello fue el diluvio. Un diluvio de grafittis inculturales sumergió las paredes de los huertos y de los cementerios, las paredes de las naves de pollos y las del colegio público en los progresistas colorines de paneles escatológicos. A decibelio seguido, un diluvio de grupos de pop rock terruñero y desamparado se extendió por los pueblos en fiestas, acentuado (el diluvio de ruidos) por esos estruendos heavy a los que alguien con grado supremo de desconocimiento armónico ha calificado con la pretensión eufemística de grupos musicales.
Bien. Me encontraba aquella noche en la verbena del pueblo. El grupo montaba los micros y (des)afinaba los instrumentos. Cada trago de mi cerveza se convertía en tragantada, atascado el líquido en la laringe a causa de los terroríficos sobresaltos que cada diez segundos lanzaban los doscientos mil decibelios de los bafles, en medio de un diluvio intersideral y megafónico.
Un guardia municipal repartía los programas de festejos.
Qué quieras que te diga, uno está educado para leer. De manera que, acuciado por esa enfermedad lectora que impulsa a leer hasta los anuncios necrológicos, leí. A saber: «Programa de festejos subvencionados por el Excelentísimo Ayuntamiento. Actos culturales: A las 10'00, actuación del grupo de rock Laputha Lakabra. A las 12'00, actuación del grupo Kabrón’n Kelolea. A las 2'00, gran actuación final del grupo local Meka Güentó. ¡Por el progreso y la cultura. No faltes!».
No falté. Y aunque me sorprendió la abundancia oclusiva y sorda de las k, como si en ellas residiera el secreto de la progresía, aguanté heroicamente hasta las cinco de la mañana, hora en que el personal empezó a exigir al vocalista que hiciera el número del ‘calvo’.
Uno debe de estar más anticuado que los balcones de palo, un fuera de juego permanente del andamiaje progresista, o así. No me atreví a preguntar en qué consistía la esencia cultural del número.
Cesó el volumen decibélico y el vocalista se volvió de espaldas. El silencio era absoluto.
De pronto, con la decisión del maestro que enarbola el estoque y ejecuta el volapié, se bajó los pantalones y mostró a la muchedumbre un trasero blancuzco en el que sobresalía la subvencionada y opaca tristeza del esfínter.
No me lo pude creer. Mira que está uno atrasado, cagüentó.

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