lunes, 20 de julio de 2009

EL ENGAÑO
(14-3-1999)
JUAN GARODRI


Bueno, bueno, bueno. Amigo, cómo nos engañan. No sé, desde luego, de dónde habrá salido la subespecie gnómica de que «los engañan como a chinos», porque en este asunto del engaño o todos somos chinos (cosa apodícticamente incierta por demográficamente inexacta) o también se engaña clamorosamente a quienes no son chinos (cosa, a lo que parece, bastante exacta). Y es que por lo que respecta a engañar, todo el mundo engaña que es una barbaridad.
No podía ser menos. Desde que entró el pecado en el mundo, según la tradición bíblica, gracias al desparpajo sinuoso de la serpiente que engañó a Eva, las acciones humanas se asientan en cimientos psicológicos sazonados de engaño. Cualquier teogonía que se precie aspira a describir sus orígenes a base de exponer las triquiñuelas y engaños con que los dioses pretendían sobreponerse, anteponerse, humillarse y fastidiarse unos a otros. Algunos hubo que, aburridos por la continua displicencia de las diosas y alborotados por la sorprendente aparición de los encantos femeninos en forma de mujer, se largaron a por tabaco y decidieron adoptar apariencia humana, lo cual que se metamorfosearon (que es una forma etimológica y fina de simulación y engaño) para cepillarse a hembra mortal, roídos por un deseo antropomórfico desproporcionado y rijoso. De esta forma, ejemplarizaban con sus actitudes las acciones de los mortales que, a cronología seguida, se liaron a engañarse unos a otros dando opción, como todos sabemos, a que empezaran los primeros acontecimientos (proto)históricos.
Vengamos, sin embargo, a nuestros días. Yo, qué quieres que te diga, soy un goloso del buen vino. Y no es porque Horacio lo exaltara en sus Odas, a medias entre el tono epicúreo y estoico, o magnificara las excelencias del vino de Chipre. Me agrada el vino por ese estado de ligera levitación que induce a la amistad y a la charla. Ese equilibrio anímico de efectos gratificantes que nunca producen las alegrías ni las penas. Así que buen vino. Años y años he recorrido la Sierra de Gata (Robledillo, Descargamaría, Hoyos, Acebo, Cilleros, Villamiel...) bebiendo las excelencias del vino de pitarra sosegado en las bodegas domésticas, esas excelencias exultantes que, poco a poco, alegran el alma y convierten las rodillas en livianos copos de algodón. Es como beber algo insólitamente sagrado. Te lo digo yo, amigo. Beber la pitarra serragatina es casi beber una profanación.
Pero hay quien te chafa el invento, amigo. Ahora resulta que hay quien te engaña miserablemente y te da gato enológico por liebre. Así que ya no me atrevo.
Entraba en el bar y siempre pedía ‘uno del país’. La fragancia de madera de castaño se acomodaba en la copa y la olorosa suavidad del caldo invadía el paladar con la amante persistencia de un regalo. Ahora me atenaza la desconfianza porque el aroma añejo se ha convertido en química manipulación de metasulfito y el olor a huevo podrido, característico de los compuestos sulfurosos, me provoca la mueca y el rechazo.
Corre el rumor de que no es uva de la Sierra, azucarada y lenta, la que fermenta en algunas bodegas. Ha sido sustituida por uva, más barata, traída de otras tierras. Con ella se redondea una cosecha espuria porque te engañan y te hacen tragar por liebre olorosa la carne de un gato peleón y ácido. Hay quien te avisa.
—Si quieres beber buena pitarra —dicen—, tienes que dirigirte a alguien de confianza. Sólo en las bodegas de los particulares, esos que cosechan el vino seleccionado en pocas tinajas para uso familiar y doméstico, se encuentra el vino de siempre.
Y no para ahí la cosa. El engaño prosigue en otro de los productos sabrosos, representativos de Extremadura: el jamón ibérico. (Puedes hojear el HOY del lunes, 8 de marzo de 1999).
Un buen día, tú vas al charcutero dispuesto a comprar un buen pernil, porque te ha dado la risa tonta y has decidido tirar la casa por la ventana alimentaria, vas, ya digo, y puede que el charcutero te formule amablemente cuatro preguntas:
a) si deseas adquirir un jamón de cerdo ibérico de bellota; de montanera, vamos; b) si prefieres un jamón de cerdo ibérico de recebo; c) si pretendes un jamón de cerdo ibérico de cebo y d) si te decides por un jamón de cerdo blanco, alimentado con higos. Tú te quedas viendo visiones porque lo único que quieres es comprar un jamón de pata negra y punto.
—No, mire usted —prosigue el tendero con amabilidad educadamente europea, como si ya cobrase en euros—, los precios son diferentes según el cerdo haya sido alimentado en el monte totalmente con bellota, o a medias, o sólo un poquitín o nada. Además, lo de ‘pata negra’ no es más que una fabulación popular, puesto que el cerdo puede no ser ibérico o puede ser blanco, o húngaro, y tener la pata negra porque se la han chamuscado.
Ante amabilidad tan insólita e información tan exhaustiva, tú no tienes más remedio, para quedar bien, que adquirir un jamón del apartado a), aunque las cincuenta mil pesetas del ala te produzcan pesadillas nocturnas.
Lo malo del asunto, amigo, ocurre la noche del cumpleaños de Eva cuando invitas a los colegas a tomar un vino y unos pinchos en tu casa. Ofreces unas lonchas de jamón asegurando que van a probar un manjar de dioses. Y va el enterado de turno, que tiene un tío en Guijuelo dedicado a la industria del porcino, y exclama:
—Joé, tío, has pagado por jamón de bellota un jamón de higos.
El engaño, envuelto en el papel de plata de la palabrería, te cambió la sonrisa por una alargada y consumidora cara de tonto. Eso.

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