miércoles, 15 de julio de 2009

LAS CUESTAS DEL TAJO (N-630)[1]
(23-10-98)
JUAN GARODRI


Hombre, tampoco es que se trate de las aventuras (o desventuras) que los griegos soportaron camino del embarco para Heraclea cuando la Retirada de los diez mil, pero te juro que sobrellevo envenenada y enojadamente (jodidamente suena peor) mi particular Anábasis cada vez que, camino de Cáceres, enfilo las cuestas del Tajo, esa serpiente sinuosa y asfáltica que comprime la circulación vial y destroza la paciencia de los conductores.
Qué voy a decirte de la familiaridad con que las antiguas culturas trataban a la serpiente. No era para menos. El “pater familias” romano, por ejemplo, cuidaba su serpiente como ahora se cuida el gato adorable que lame las orejas de la soledad. Y hasta se permitían el lujo de asociarla con algunos dioses para atribuirle, analógicamente, las cualidades de la divinidad relacionadas con connotaciones magnificadoras como el conocimiento, el intelecto, la ciencia e incluso la sustentación del orden cósmico. Pero eso era antes.
Con el paso de los años, el avance tecnológico y la navegación cibernauta, suele ocurrir, los mitos pierden su halo de santoral pagano y se precipitan en un desprestigio lastimoso y deshilachado. Consecuencia cronológica: la serpiente y su mito han venido a menos y solo se los considera para construir esos rosetones léxicos de la serpiente multicolor (Olano, Mauri y compañía) o la serpiente de verano (síndrome periodístico causado por el estiaje en las agencias de prensa).
De manera que, te decía, la serpiente de las cuestas del Tajo (N-630) camino de Cáceres es que te deja de los nervios. No tienes más que pensar en el embutido que se prepara cada cuatro minutos cuando circulas detrás de esos camiones dinosáuricos cargados de plomo, se supone.
Y qué decir si en lugar de plomo transportan cerdos. Subes la ventanilla, bajas la ventanilla, cierras el conducto de entrada del aire exterior, abres dicho conducto y, así y todo, una pestilencia infernal te invade, te domina, te posee con esa pertinacia silenciosa de los maleficios o las seducciones perversas.
Y entonces viene lo peor. Empiezas a exigirte paciencia y casi lo consigues. Pero a los nueve kilómetros de retortijones psicológicos acabas cagándote en los ministros de Obras Públicas o en el de Fomento o en los presidentes autonómicos que no presiden como Dios manda o en los políticos de medio pelo que nos representan sin representación, de manera que tus juramentos excrementicios se añaden a los del camión de cerdos con lo que la atmósfera se vuelve irrespirable. En medio de esa situación desdichada te asedia una sed perversa de venganza y juras ante el altar del zoon politikón que en las próximas elecciones autonómicas va a votar su padre.
Y no es para menos. El monólogo de Segismundo se torna cabreo automovilístico y te preguntas, desolado, qué delito has cometido contra el Gobierno, naciendo (naciendo en Cáceres, digo). Porque el castigo no es flojo. Después de más de treinta años de carretera por las cuestas del Tajo, no han sido capaces de hacernos ni un carril para vehículos lentos, ni un aliviadero alentador para sacudirte de encima la serpiente, ni una miserable raqueta en la que introducirte para evitar los hostiazos y tomar sosegadamente la desviación cuando te diriges, por ejemplo, a Coria o a Moraleja o a las poblaciones de la Sierra de Gata, tan olvidada de los mandamases. Quien esté cayendo en ese gravísimo pecado de omisión de permitir que esas cuestas del Tajo sigan siempre así, merecería circular dos o tres mil kilómetros detrás de un camión cargado de cerdos. O dentro. Y que se jodiera.
[1] Cuando escribí este artículo (23-10-1998) no existía la autovía Ruta de la Plata.

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