viernes, 24 de julio de 2009

LOS PSEUDONEOERUDITOS, TAL VEZ
(18-4-1999)
JUAN GARODRI


Siempre los ha habido, amigo, siempre los ha habido. Han aparecido poco a poco, con esa repentina obstinación de lo inesperado, como los hongos y las calabazas. Y debe de ser género abundante, con sorprendente y preocupante capacidad de reproducción, a pesar de la frecuencia con que, en otros tiempos, recibían los latigazos satíricos de quienes no aguantaban sus fatuidades y engreimientos. Siempre los ha habido, ya digo.
Veamos. Allá por el siglo II (ya ha llovido desde entonces), a Luciano de Samosata le dio por escribir una especie de Diálogos, algunos críticos, otros menipeos (no es una palabra fea: significa simplemente la mezcla de prosa y verso, al modo como lo hacía Menipo. De nada) que causaron sensación a juzgar por sus epígonos, porque después lo imitó todo quisque desde Rabelais hasta Voltaire, desde Cervantes hasta Quevedo, con la justa pretensión de exponer las más atrevidas burlas contra los sucedáneos de cultura y sus despreocupados representantes. Luciano, ya digo, sin pensar en la que iba a caerle encima, escribió un diálogo contra los culimajos de su época, algunos filósofos demasiado pagados de su aparente sabiduría y de su inaparente imbecilidad, y los vendió irrisoriamente como esclavos inútiles en La almoneda de los filósofos.
Como no se trata de hacer una historia de la sátira burlesca tipo «antiestupidez cultural», digamos que transcurre el tiempo, como es lo suyo, y llegamos al siglo XVIII. Ya se sabe que el siglo XVIII fue un siglo de mucho brillo y esplendor debido, sobre todo, a las Luces, la Ilustración y todo aquello. De manera que el personal competente se puso a iluminar la oscuridad del gentío, que debía de ser mucha, y a fustigar sin descanso a los que tenían alguna luz, pero desenfocada.
Aparece así Los eruditos a la violeta y don José Cadalso no se anda por las ramas y ataca a unos hombres ineptos que han pretendido introducirse en las letras para alucinar con su exterior de sabios a los ignorantes.
Y dónde dejamos a nuestro paisano Juan Pablo Forner y sus Exequias de la Lengua castellana. Forner tuvo que tragar en vida el marrón del vocerío y el descrédito por afirmar que Pablo Ignocausto, prototipo de la sandez erudita, exhibía un ambiguo título de conocimientos para pasar por sabio ante los idiotas. No le perdonó el culterío de la época que los comparase con ranas, algo más despejadas y sagaces si se quiere, pero ranas al fin, siempre raneando y parlando en una murria «ranalmente eterna, esos traductores de libritos franceses que han corrompido el habla de nuestra patria...».
Y dónde dejamos a don Leandro Fernández de Moratín, que se explaya neoclásicamente a gusto en La derrota de los pedantes. No debía de soportarlos, porque su ilustrado cabreo va dirigido contra unas cuantas «docenas de pedantones, copleros ridículos, literatos presumidos y críticos ignorantes que gozan de popularidad gracias al mal gusto del público».
Y llegamos al siglo XIX. Larra y sus artículos periodísticos. Hombre, tampoco es que vayamos a caer en ese espíritu de hipercrítica que lo impulsó a la desesperación y a los viajes, aunque no fuera más que para gastarse los 40.000 reales (que ya es dinero, para la época) que cobraba anualmente por sus colaboraciones en El Redactor General y en El Mundo. Y aunque sus artículos de crítica literaria sean, a veces, crueles en el hecho del latigazo, tampoco se queda manco cuando fustiga los entresijos de los comunicadores (que se dice ahora) cuando afirma que «cada cual entiende por público lo que interesa a su profesión», refiriéndose a la ignorancia del gentío así como a su veleidad.
Todo este rollo patatero viene a cuento, amigo mío, de que a mí también me gustaría criticar. Y así como desde Luciano de Samosata hasta Larra se criticaba a los escritores vacuos, a mí me gustaría criticar a los locutores y locutoras de radio. Y a los presentadores y presentadoras de televisión. ¿Por qué? Porque veo que no los critica nadie y, ya ves, me da por ahí.
Desde que el maestro Fernando Lázaro lanzó todas sus flechas, más o menos envenenadas, en El dardo en la palabra, no se ha movido un alma en defensa del idioma castellano, vapuleado sin piedad por todo aquél o aquélla que agarre un micrófono para llevarlo a la boca. Bueno, sí. Jaime Capmany escribía hace poco contra el personal microfónico por el uso inadecuado (e inculto) de algún adjetivo: «catástrofes humanitarias», o algo así, y llama “tontainas” a dicho personal.
Yo me refiero más bien a los rasgos prosódicos. Que se los están cargando, te lo digo yo. No tienes más que oír a la voz en off de “Corazón de invierno”, ese programa con olor a calisay para exaltación de culifinas y demás gente guapa, y es que se te parte el alma lingüística. La monotonía de la voz, amparada en la trastienda de la anonimia, coge carrerilla para-relatar-sin-pausas-los-(des)arraigos- sentimentales, y va y pega saltos indiscriminados por la pasarela de las sílabas, algo así como un grillo loco obligado a caminar sobre ascuas.
O contemplas el Telediario 2, y escuchas con espanto que los labios satisfechos de Alfredo Urdaci estrangulan sin piedad los grupos fónicos, como si el hecho de acentuar las sílabas átonas le produjera un extraño placer informador y progresista.
Y no digamos si se te ocurre encender la radio. Ahí ya acontece (y entontece) un desmadre prosódico y suprasegmental con resonancias estúpidamente anglófonas. Culimajos y culifinas recién incorporados a la locución, a lo que parece, pugnan por descoyuntar la natural cadencia de las frases en una carrera alucinada y galáctica de descomposición y desvaríos. (No tienes más que escuchar eso de Los 40 Principales o los enloquecidos aspavientos fónico-fonéticos de los periodistas deportivos).
Porque aquí ya no se trata del baile del grillo loco ni del placer informador de Urdaci, se trata de un aquelarre silábico en el que palabras esdrújulas se convierten en agudas, palabras bisílabas se truecan en tetrasílabas, palabras átonas se mudan en tónicas y, en fin, se escinde el grupo fónico en inconexas teselas de un horroroso puzzle devenido en pisto prosódico. Todo sacrificado, dicen, al tótem de la (pos)modernidad.
Pues qué bien. No me extraña, en estas circunstancias, que la pseudoneoerudición se cobije en una transitoria funda de seda, hecha de ampulosidad y crepúsculo.

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