lunes, 20 de julio de 2009

LOS RUIDOS
(17-2-1999)
JUAN GARODRI


Este articulillo, salga bien o mal, no se me ha ocurrido ahora, por casualidad. Hace tiempo que medio lo tenía escrito. Pero la humildad, ese concepto temeroso del respeto a la opinión ajena que se adhiere a la vanidad propia como el musgo a las paredes umbrosas, no había permitido (tal vez yo no me había atrevido) que lo enviase a TRN para su publicación.
En éstas estaba cuando, mira tú por dónde, —¡oh, las jugarretas de alguna diosa agreste y forestal que, cansada del sonsonete aburridamente ecologista, se ha escapado de la frecuencia de sus bosquecillos sagrados para juguetear en las páginas del periódico!—, cuando mira tú por dónde, te decía, aparece en el ejemplar de HOY del domingo 7 de febrero, una entrevista de Manuela Martín al periodista, científico y meteorólogo Manuel Toharia y héte aquí que, mira por dónde, repito, yo no andaba tan descaminado. Ya se sabe que descaminado anda el que transita por camino equivocado, o el que transita por camino por el que nadie transita. Pero si resulta que de pronto, en medio del camino, te encuentras con persona común que te saluda y te dice ‘hasta luego’, pues piensas que ya no andas tan descaminado. Y si resulta que alguien con la solvencia comunicadora de Toharia recorre alguna de las sendas por las que yo camino, (perdón por la arrogancia, quiero decir que yo transito alguna de las sendas por las que él camina), pues parece que uno anda como más confiado dentro de las dudosas certidumbres que aguijonean las ansiedades conceptuales. O sea, para deshacer el embrollo expositivo: que si Toharia da caña a los ecologistas y utiliza el insecticida verbal para tildarlos de “moscas cojoneras”, vamos, que voy y me cobijo bajo su paraguas protector (el de la foto) y ya no me quedo tan desprotegidamente inerme, con el culo a las goteras, suele decirse.
Bueno, vamos allá. Resulta que tengo un amigo ecologista. Mi amigo el ecologista es una persona éticamente correcta, laboralmente cumplidora y socialmente insoportable. Yo discuto mucho con mi amigo el ecologista dentro de un clima apacible y casi forestal, esas discusiones cortésmente enfatizadas en las que los litigantes se conceden con amabilidad la razón quitándosela cada dos por tres.
Dentro de las categorías ecológicas, mi amigo defiende con pasión una de ellas que, realmente, queda muy bien y hasta otorga un lustre de bienintencionada progresía a quien la sostiene. Me refiero a lo de la defensa de los animales y todo eso. Y aunque yo pugno por dejar bien sentado que un justo término medio sería lo ecológicamente correcto en este asunto, y que el sacrificio de algún animalito no viene mal, de vez en cuando, para satisfacer las necesidades gastronómicas del personal (o las apetencias, si se tercia, de trinchar perdiz estofada o faisán al horno o conejo o liebre, al menos), él insiste de forma vehemente y encendida en que el sistema está muy bien organizado por la naturaleza y que el hombre debería contentarse con comida ecológica y que son las aves de presa las encargadas de comer liebres y conejos, y no el hombre, manteniendo de esta forma un acertado equilibrio natural y que, en consecuencia, el respeto a la supervivencia de la fauna es uno de los principales soportes en que debe fundamentarse el concepto del progreso y uno de los más importantes hitos que justifican la madurez del ser humano y sus neuronas dentro de un desarrollo medioambiental caracterizado por la permisividad meteorológica, la solidaridad y la exigencia ética de futuro. (Trago el rollo). Proclamo que si lo escucha Manuel Toharia le despachurra, después de permitir que respirase, la empanada mental y lo manda a tomar por saco. Yo no. Me limité a responder ‘ah, no, eso sí’, como el que dice algo.
A renglón seguido, le conté lo de los lobos. Aquello de que los lobos se comían las pocas ovejas de un pobre aldeano en las montañas de Asturias. Y que el aldeano, harto de alimentar a la jauría lobuna, cogió la escopeta y se lió a tiros hasta acabar con ella, prefiriendo su propia supervivencia a la de los cánidos mamíferos dañinos para su ganado. Su crimen le costó la denuncia ecologista, convenientemente aireada por la prensa, y una multa que lo dejó turulato y hundido en la miseria. «No tengo nada contra los ecologistas, gritaba, pero ¿por qué no alimentan ellos a los lobos?».
Y lo de los tordos, otro tanto. Un hartazgo de aceitunas se daban, un amanecer tras otro, en el olivar de mi tío Eufrasio. Miles de tordos cantando al arrebol y haciendo gárgaras de aceite al rocío aljofarado de la aurora. Y, zás, multa de las gordas a mi tío por agarrar la repetidora y soltar unas perdigonadas coléricas contra los tordos aceituneros y altivos.
Mi amigo el ecologista no traga y asegura con mucha educación que yo soy un exponente exagerado y algo retrógrado de la España profunda.
—Qué tienes contra la ecología —me dice con los ojos muy abiertos.
—Nada —respondo—, mis prejuicios no van contra la ecología, van contra algunos ecologistas, esos que alimentan el maniqueísmo de pensar que ellos son los buenos y los otros los malos, en una extralimitación peligrosa de las fronteras del fundamentalismo....
Yo pensaba en el cazagazapos electoral que se mueve alrededor de todo este lío, pero no me atreví a decírselo para no turbarlo, porque es buena persona, buena gente que se dice, y él no entra en eso.
Para quitarle hierro al asunto, le pregunto por los ruidos, qué hacéis los ecologistas con los ruidos, con los tubos de escape de las modernas mobiletas a cuyos lomos cabalga la mayoría de la adolescencia estudiantil y despreocupada. Porque los ruidos también contaminan el ambiente, y mucho, le digo. Se me queda mirando, como cogido en falta y, mientras se aleja, me dice que los ruidos no tienen la importancia del cambio climático ni la del agujero negro ni la del ozono, tampoco tienen la prioridad que exige la conservación de la naturaleza ni la importancia de proteger las especies en peligro de extinción, los ruidos son de la ciudad y ella es la culpable, no la naturaleza, afirma. Puesto que las autoridades no hacen nada, al parecer, y la policía se lava las manos, es un decir, por qué los ecologistas no tomáis cartas en el asunto, le grito mientras se aleja. No me oye. Tres mobiletas con el tubo de escape a todo gas diluyen mis palabras en la inutilidad del espacio.
Ya sé, amigo, ya sé que la venganza es el mal salvavidas de los indefensos, pero juzgo que es mala ponerla en práctica y que no lo es desearla. Y como esto de los ruidos me pone de los nervios y constituye para mí la misma prioridad que el lince supone para los ecologistas, deseo (que el medio ambiente me perdone) que a mi amigo el ecologista pudieran meterle el tubo de escape por el nalgatorio. A ver si se enteraba.

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