domingo, 19 de julio de 2009

LA NÁUSEA
(24-12-1998)
JUAN GARODRI


Tal vez lo hayan dicho muchos. Vamos, con seguridad que lo han dicho. Tal vez lo hayas escuchado estos días. O lo hayas leído. Pero no me reprimo y yo también voy a decirlo, porque no aguanto las arcadas que me revuelven las tripas, no soporto ese violento maremoto intestinal que provoca la náusea impelida por el repugnante virus del asco.
Y aunque Antoine Roquetin ya expresó como nadie el concepto metafísico que le provocaba la náusea aplicada a los seres y las cosas carentes de necesidad lógica, voy a insistir en ello, trasladando mi náusea a las malolientes defecaciones políticas de un tal William Jefferson Clinton (a riesgo de sufrir la reprimenda de TRN, a quien prometí no escribir sobre política).
Y así, qué quieres que te diga, la náusea me provoca una vergüenza inconmensurable y eleva sin parar mis cotas de adrenalina que (por muy levógira y cristalizable que sea) provoca en mi cerebro una especie de aturdimiento abochornado, cabreado y confuso, de modo que me avergüenzo, ahora mismo, de ser occidental, europeo y libre.
No es para menos. El ataque a Irak está siendo retransmitido en directo por todas las cadenas del mundo con la frialdad informativa de que suelen hacer gala los profesionales del medio. Y lo reiteran y lo repiten y lo recalcan y lo reproducen con esa insistencia casi veleidosa con que hasta hace poco retransmitían el glorioso gol de Raúl en Tokio. Y van los aliados y se jactan de arrasar Irak sin sufrir ni una baja. Y van y se cargan civiles, mujeres y niños con la frialdad esquizofrénica con que se hace desaparecer la plaga de cochinilla en las higueras de mi pueblo.
Pretende, además, justificar el tal Clinton su ataque a Irak en el hecho de que Sadam es un desobediente porque se salta a la torera las resoluciones de las Naciones Unidas. Y digo yo que quién es el tal Clinton para llamar al orden a nadie, ni para echar reprimendas políticas, ni para exigir que se cumplan las resoluciones de la ONU (que pinta ya menos que Tarzán en pijama), máxime cuando el mismo Clinton ordena el ataque por su cuenta, sin esperar a que la ONU lo ‘resolucione’. Ah, pero es que Sadam posee un ingente arsenal de poderosas, horrorosas, pavorosas y destructivas armas químicas y hay que destruir ese arsenal para salvaguardar la integridad de Occidente.
Ay, amigo, échate a correr. Corre deprisa, deprisa, corre cuando oigas exponer (y poner en práctica) ese concepto mesiánico de la salvación. Corre y líbrate, si puedes, de sus consecuencias. Para echarse a temblar. Franco quiso salvar al personal de las garras de los dragones y, como un Excalibur cualquiera, les cortó las cabezas para que no volvieran a insuflar llamaradas maléficas. Pinochet quiso salvar al personal de los ataques de los monstruos democráticos y no se le ocurrió otra cosa que aniquilar alevosamente la cabeza del monstruo.
Y digo yo que si Clinton pretende llamar al orden a Sadam para salvarnos del peligro que suponen sus armas químicas, alguien habrá o debería haber que llame, a su vez, al orden al tal Clinton para que no se dedique a salvar a nadie y le obligue, en consecuencia, a destruir el ingente arsenal de poderosas, horrorosas, pavorosas y destructivas armas que poseen USA y Occidente. Porque las armas de USA y Occidente también son destructoras ¿o no? ¿O es que hemos caído en ese infantilismo casi maniqueo de pensar que ‘nuestras’ armas son buenas y las de Sadam son malas?
—Que no es eso, hombre — me dice mi tío Eufrasio—. Que no te enteras. Que el Clinton ha ordenado el ataque a Irak con otras pretensiones y que lo de la salvación de Occidente es un pretexto, vamos, un cuento USA al estilo de Poe, pero sin literatura.
Es como si me hubieran atizado de improviso un garrotazo entre las orejas. Y a pesar de recordar, como en una nebulosa, a Arthur Gordon Pym y su navegación en el terror, me veo trastrabillando, dando tropezones mentales, a punto de desplomarme en el vacío del asco.
—¿Con otras pretensiones? —me oigo decir, como de lejos.
—Sí, hombre —me dice—. Clinton ha atacado a Irak para librarse del descrédito que, en su propio país, suponen sus tres adulterios admitidos y la boca de rana de la Lewinsky. En definitiva, ha sembrado la muerte en Bagdad para evitar su destitución y proteger, cínicamente, su trasero. En este caso, su delantero.
Un ruido como de tormenta lejana me revolvió las tripas y una náusea infinita (que ya hubiera querido para sí Sartre) me provocó una vomitera torrencial y mefítica que dejó perdidos el suelo y la mesa del ordenador. Todavía ando a vueltas con la fregona.

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