domingo, 19 de julio de 2009

LOS MAGOS
(8-1-1999)
JUAN GARODRI



A finales del siglo XVIII, la Revolución Francesa mandó al cesto del verdugo todo el simbolismo que los reyes acumulaban y que abarcaba desde imaginarlo como depositario de poderes de origen divino hasta considerarlo como garantizador del orden cósmico; desde pensarlo como mediador instalado en el eje del mundo hasta aceptarlo como defensor del pueblo contra toda clase de males.
Aquello se acabó, ya sabes. La afilada violencia de la guillotina primero y los disparos, más o menos acertados, de los votos democráticos después, han derribado definitivamente aquella imagen regia portadora de referencias divinas y carismáticas.
Y no es que esté apesadumbrado por el acontecimiento, porque a mí, en cuanto a reyes, ni fu ni fa, qué quieres que te diga. Pero había que tener los ojos de la sumisión muy cegajosos para que el personal aceptase sin rechistar, en aquellos tiempos de maricastaña, la tomadura de pelo institucional que suponía, por ejemplo, que el rey se cepillase jerárquicamente a toda hembra placentera, viniese o no a cuento, y que la reina se amachambrase, a las primeras de cambio, con cualquier palafrenero. Sin ir más lejos, relatan estos días las purulentas revistas del corazón (toma eufemismo cardiopático) que la Queen Grandmother Victoria, con más correa que una higuera, para no desmerecer de antecesores ni sucesores, anduvo liada durante años con un guardabosques. Pues eso.
Sin embargo, y a pesar de lo del ni fu ni fa, los reyes (magos) no han muerto, ni mucho menos. Todo lo contrario: la imagen de los reyes cobra dimensiones casi esotéricas durante estas fechas tan señaladas, de manera que el repeluzno es clamoroso y me dan ganas de abrirme y largarme a Australia, si pudiera, que andan por allí preparando magnificadoramente los fastos para la próxima Olimpíada en lo del Sidney 2000.
Los que no se largan ni a la de tres son los reyes de la publicidad, esos comecocos miserables que sorben el seso de la niñez y desarrollan indignamente el ego de los padres para impulsarlos a la adquisición de las más innecesarias, estúpidas e incluso peligrosas mercancías. Y así, enmascarados tras la iconografía pseudo religiosa, los tiburones, buitres y demás fauna predadora de la publicidad comercial, promocionan la figura de los Reyes que vienen de Oriente, pero que de muy oriente, de China, Taiwán y por allí, cargados con el oro, el incienso y la mirra de la insensatez y, quién sabe, tal vez de la perversidad.
Porque a ver quién justifica, digo yo, la aparición de juguetes(?) tan pavorosos como los ‘yugulator’, ‘violator’, ‘depredator’ y otros artefactos semejantes que los reyes de oriente con cara de Kung Fú amarillo exportan en camellos galácticos y en renos siderales para depositarlos en el angelical zapatito infantil. De esta forma, el angelical zapatito infantil se transforma a todo meter en anticipadas dosis de perversidad y mala leche con las que se pueda fastidiar al enemigo y conseguir que Pepito muerda el polvo.
Y la madre, esa culebronera del quinto que recibe siempre al butanero con la arrogancia de las ondulaciones mientras el culo se le hace calisay al observar las miradas que el mozo dirige a su pechuga, la madre, digo, muestra orgullosa a las vecinas el ‘violator’ que los reyes magos de oriente de China y Taiwán le han traído a su niño, mi amor, para que adviertan lo libre de prejuicios y lo desinhibida y lo moderna que es ella a estas alturas expiratorias del siglo. Y las vecinas observan, con cierto estupor embadurnado de misterio fisiológico, cómo el ‘violator’, pertrechado en su vehículo lanzamisiles, se encrespa y se endurece dentro de la simulación icónica y fálica que lo representa y cómo el niño, mi amor, empieza a adiestrarse en el duro oficio de la barrena violadora y delincuente.
Y el padre, ese paso-de-todo mientras yo pueda rellenarme de cerveza en el bar de la esquina en tanto que aguardo el paso de las tórtolas, tan fugaces y livianas al atardecer, para atiborrarme de pechugas y deseos, el padre, digo, muestra a los compinches cerveceros el ‘yugulator’ que los magos de oriente de China y Taiwán le han traído a su hijo, que es la hostia, tío, y se parten de risa al observar las piruetas agónicas de la víctima cuya cabeza ha introducido su hijo (aprendiz de verdugo tal vez superdotado) en el agujero mortal de la unidad de tortura para que el enemigo se joda y se retuerza hasta que casque y deje allí el pellejo.
Y el tío Carlos, ese pesado insoportable que se ha pasado la noche de Año Viejo asegurando a la grey familiar que en este país nadie tiene un duro y que lo de la justicia y la delincuencia y las cárceles es una vergüenza nacional y una mierda, el tío, digo, va y le regala al niño un artilugio que simula, a escala real, una pistola Smith & Wesson, y ensalza la puntería infantil cuando el angelito atraviesa una manzana colocada en la cabeza de Troski, el perro. ¡Cómo mola!
Ya sé, ya sé, que puede parecer exagerado lo que voy diciéndote. Y admito que tú y otros muchos regaláis libros y juguetes didácticos a los hijos, mira qué bien. Pero no por ello es menos cierto. Y aunque, según dicen, roza los límites de la obscenidad la manifestación ostentórea de los sentimientos, proclamo que odio la violencia con la misma intensidad que cualquiera que odie la violencia.
Moraleja: deseo con todas mis fuerzas que los reyes magos de oriente bélicos naufraguen cuando crucen el Océano Índico. Y que, sin violencia, en medio de las olas luminosas de la publicidad, se ahoguen mansamente. Por lo menos.

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