miércoles, 15 de julio de 2009

LAS ACEITUNAS
(9-11-98)
JUAN GARODRI


No se trata de colocarte un rollo sobre los sueños y su función compensadora de las deficiencias de la mente. Ya lo hizo Carl G. Jung para satisfacción de la fauna quiromántica en general.
Pero sí quiero decirte que soñar, lo que se dice soñar, atrae al gentío para compensar las deficiencias económicas y se sueña, por ejemplo, con el bote de la primitiva. Lo peor es que los sueños nunca se transforman en realidad apetecible y devienen, a lo más, en suntuosidades evanescentes.
Esto de los sueños con definición crematística es asunto viejo. No tienes más que echar mano del cuento de la lechera y sus consecuentes aporías. La moza devanaba la rueca de sus pensamientos y llegó un instante casi diáfano en que se vio dueña de medio mundo. Otro tanto quiso expresar Lope de Rueda con Las aceitunas, esa bronca familiar y renacentista entre marido y mujer motivada por la hacienda que podría adquirirse con las posibles ganancias de unas aceitunas cosechadas dentro de treinta años.
Sin embargo, qué quieres que te diga, hoy todo esto suena a rancio. Podrá discutirse sobre la rentabilidad inversora en acciones de futuro, o en Ibex 35 o en los multifondos o en los eurovalores. Pero hoy nadie monta una discusión familiar y doméstica sobre la rentabilidad de las aceitunas a largo plazo (ni a corto).
No tienes más que ver los olivares de la Sierra de Gata. Desde Pozuelo a Villanueva de la Sierra, desde Hernán Pérez a Torrecilla de los Angeles, desde Cadalso a Santibáñez, faldas y laderas, sinuosidades y hondonadas lanzan al viento el envés plateado de sus olivares. Y es que, no hace tanto tiempo, cada pueblo era un olivar y cada olivar era un jardín en el que podía desarrollarse perfectamente esa ansia de totalidad iluminadora que subyacía en los ritos iniciáticos de Eleusis.
Símbolo de la luz era el aceite. Y símbolo de poder. De hecho, los atletas griegos se embadurnaban el cuerpo con aceite y creían que, de esta manera, sus músculos adquirían una flexibilidad todopoderosa y triunfadora. (Vamos, algo así como los anabolizantes de hoy pero sin los falsetes químicos del dopaje).
El aceite, por otra parte, poseía una duplicidad esencial que derivaba de sus étimos y que, en consecuencia, se concretaba en los misterios y en las cocinas. Los ritos mistéricos ungían con óleo (étimo latino oleum) al seleccionado, digamos, para que representase a la colectividad en las relaciones divinas. Y el ungido se aposentaba en la magia de la unción y no había quien lo removiese.
Y no paró ahí la cosa. A los reyes también les dio por ungirse. Y así, desde que en el siglo VI apareció Isidoro de Sevilla para ungir y sacralizar a la monarquía visigoda, todos los Sisenandos, Pipinos, Wambas, Alfonsos y sucesores asentaron su concepto medieval del mando en el rito de la unción.
El valor del aceite alcanzó de esta manera una cotización altísima de forma que los índices palaciego-bursátiles magnificaban a sus poseedores y adquirentes, por más que Jorge Manrique se empeñase en descalificar el esplendor cortesano construyendo estrofas de pie quebrado para avivar el seso que se dirigía peligrosa y velozmente a la muerte marítima.
El segundo étimo es árabe (az-zait, jugo de la oliva), y adquirió pronto un desarrollo popular y doméstico afianzado, sin duda, en esa atracción olorosa y casi metafísica del chorizo y los huevos fritos.
Hay quien asegura que las relaciones familiares del mundo mediterráneo se mantuvieron incólumes gracias al lazo gastronómico que aseguraba una fidelidad inquebrantable tipo marido-mujer o padres-hijos, sentados reverencialmente alrededor del plato aliñado con aceite.
Antiguamente, cada olivar era un jardín, te decía, con opciones de futuro. Hoy han cambiado las cosas. Recorre conmigo la aureola otoñal de la Sierra de Gata y verás la tristeza de muchos olivares en los que los yerbajos y matacandiles, caries herbaria de los campos, perforan los viejos troncos de los olivos arrebatándoles su plateada dignidad centenaria. Y por más que convoques al Ubi sunt y demás tropos, la convergencia de Maastricht se ha cargado aquella magnificencia casi mítica que definía al olivo como árbol enriquecedor y próspero. Como para echarse a soñar, que te decía al principio.
Y es que el abandono generacional e irrentable (me invento la palabra: no encuentro otra) provoca esa decrepitud de anorexia arbórea que consume los recursos del olivar. A pesar de los aparentes esfuerzos de Loyola de Palacio, dicen.

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