miércoles, 15 de julio de 2009

LAS LECTURAS
(12-11-98)
JUAN GARODRI


Lecturas buenas y malas. Con este arriesgado título, temerariamente metonímico, el P. Garmendia de Otaola, S.J., publicó un voluminoso libro, en rústica, que titulaba así, nada menos: Lecturas buenas y malas. La obra constituía una referencia obligada para elegir lecturas que no precipitaran tu alma en las llamas ardientes y sulfurosas del infierno. Una obra para elegir lecturas buenas, digamos.
Palacio Valdés, verbigracia, era autor nocivo y diabólico que inducía a la perversidad con esa pertinacia en lo inmoral latente en sus ficticios y velados adulterios. No digamos de Blasco Ibáñez: sus personajes eran fustigados con el látigo de las reprensiones morales y el autor era arrojado a la gehena naturalista para que se achicharrase con Zola y Flaubert, entre otros, bien chamuscados por llamaradas antirreligiosas y blasfemas.
Y es que fumaba en pipa el hecho perturbador y naturalista de pretender que el pensamiento y la pasión se sometiesen a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra, por poner un ejemplo, como si el hombre careciese de valores.
Puedes reírte, desde luego. Pero qué quieres que te diga, ahora mismo tú también seleccionas las lecturas con criterios extra literarios. Y yo. Te cuento.
No he vuelto a (re)leer ninguna novela de Stendhal, de manera que Julien Sorel y Fabrizio del Dongo se han ido destempladamente al carajo, desde que me enteré de un hecho insólito y, para mí, macabro: Stendhal se leía diariamente una página del código civil porque lo consideraba modelo de claridad expresiva.
Y es que, al elegir las lecturas, nos movemos por impulsos censores.
Si el gentío lector adquiere una obra, digamos, de Saramago, tan Nobel y tan reciente, no me negarás que todo el mundo la eleva a los altares de lo insuperable. (Saramago, denostado por muchos portugueses que, asentados en el alto concepto de la patria, lo acusan de traición y aseguran que jamás leerán sus obras por mantener su residencia en España sin sentir saudade ni nada y por haberse casado, además, con una española). Si, por el contrario, la obra es de Graham Greene, por ejemplo, tan lejano en las ediciones, tan poco Nobel y tan sospechoso, la obra aparece inmediatamente descalificada. Además, Green nunca se puso del lado de los desposeídos y todo eso. ¿Ferdinand de Cèline o Georges Bernanos? ¿Vázquez Figueroa o Muñoz Molina? Pregunto, colega: criterios para calificar la obra. Literarios, políticos, religiosos, económicos, patrióticos, científicos, publicitarios... Medio para calificar la obra: ¿la inteligencia o las vísceras, la técnica o las ideas, la lógica o la bragueta?
Sin ir más lejos, el Planeta. Descalificado, dicen los medianamente cultos. Una mierda el Planeta, concedido de antemano y negociada su publicación con autor/a que posea excelente capacidad de reclamo y que pueda asegurar ventas millonarias. 'A lo más, lo leo pero no lo compro', oyes por ahí. (Encima, jeta abusona). Sin embargo, edición miliejemplarizada, miles de ejemplares en quioscos y escaparates, como rosquillos encuadernados, esa producción en masa de la tahona editorial para abastecer las tendencias gastronómicas de los adictos a la bollería lectora.
A pesar de todo, si caes por cualquier ámbito funcionarial o docente puedes escuchar conversaciones cultas tipo “Oye, ¿has leído el Planeta de este año? ¿Yo? Prefiero tragarme un programa de la Gemio”. Y así.
Desde la afilada hendidura de la confusión, pregunto: ¿Quién lo lee si todo el mundo se marca el farol de que no lo lee? ¿Quién lo compra si el personal afirma que se lo prestan, afirmación que abunda en ese vergonzoso y oculto concepto del préstamo atribuido a la pasamanería de las cintas porno? Así y todo, se asegura que el Planeta vende. ¿A lectores ostentosamente cultos? ¿A eruditos gravemente incultos? ¿A docentes fatigosamente hartos de páginas? ¿A agentes de la bolsa? ¿A sindicalistas empedernidos? ¿A la policía montada del Canadá? Es un misterio. El misterio de la venta embrujada. Hay quien asegura, no obstante, que si el Planeta vende doscientos cincuenta mil ejemplares de la primera tacada, por algo será.
En términos parecidos se asentaba la discusión que yo mantenía con mi suegro para quien “Lo que necesitas es amor” era un buen programa televisivo porque poseía uno de los share más altos de audiencia. Y aunque mi cabezona machaconería repetía centenares de veces que los millones de teledrogados no justifican la calidad de un programa televisivo (ni los miles de lectores la calidad de una obra narrativa), mi suegro se cerraba en banda y aseguraba con esa certidumbre que se asienta en la evidencia que si tantos lo ven (o la leen) por algo será. ¡Ah, esa amplitud inabarcablemente misteriosa del indefinido!
Concluyo. Solamente la patanería lectora (los críticos son pajas de otro pajar) o los movidos por intereses editoriales, se atreven a (des)calificar una obra literaria con criterios extra literarios, digo yo. Que así no sea.

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