miércoles, 15 de julio de 2009

EL PSICOPOMPO
(19-11-1998)
JUAN GARODRI


Probablemente habrás oído hablar hasta la saciedad, que se dice, de homenajes a García Lorca: un verano repleto de homenajes, a saber, no ha habido Ayuntamiento que no lo homenajeara. A ver si no cómo se desarrollaba la política cultural del municipio. De manera que, te decía, gracias a los homenajes, hasta los ignaros saben ya quién fue Lorca, supongo. (De Aleixandre, no. Los mandamases no han pretendido que el gentío oiga hablar de Aleixandre. ¿Será porque Velintonia no puede ni compararse, qué dices, hombre, con la Huerta de San Vicente?).
Probablemente, también habrás oído hablar hasta en la sopa de Pedro Duque el astronauta y de sus conferencias estratosféricas, ítem más, habrás oído hablar de la crisis del Betis o de que algo falla en la defensa del Barça y sabrás, seguro, quién es Raúl y el conde Lecquio y Fran Rivera y Mar Flores y todas las etcéteras culifinas que los editores de prensa escrita o televisual suministran al gentío con esa pretensión alimentaria con que a los borregos se les echa alfalfa.
Te apuesto, sin embargo, doble contra sencillo, forastero (que disculpe Marcial Lafuente Estefanía), a que no has oído hablar del Psicopompo. No te asustes. No se trata de ningún virus mortífero de esos que aparecen de vez en cuando en África, extendidos por las diarreas mefíticas de los monos y por las perturbadoras advertencias de los científicos.
Mi vecino tampoco había oído hablar de él. Nos encontrábamos en la escalera y, a pesar del pacto de buena vecindad asentado en el mutuo respeto de las ideas futboleras (él madridista, yo atlético) solía decirme, pelín de guasa: “Vais de culo, a ver cuándo echáis al Sacchi”.
Aquella mañana, sin embargo, mostraba esa seriedad aflictiva que desencadenan los encrespamientos con la suegra, por ejemplo. Y así era. La buena señora se había empeñado en comprarse un perro. Y aunque los razonamientos de mi vecino rozaron los límites de una humildad sobresaliente y fingida, ella enarboló su poderío lenguaraz y tonante, como quien enarbola una espada, y hubo que soportar en casa la presencia canina.
—Háblale del psicopompo —le dije—, seguro que cuando conozca su función ultramundana deja de adorar a los perros.
—Ni hablar —contestó—. Es tan desconfiada que nutre cualquier palabra rara con asociaciones obscenas. Seguro que si le nombro al psicopompo piensa que deseo tocarle la desconsiderada redondez de su trasero.
Lo tranquilicé. Y, arrimándome a su oído, le solté que en las mitologías arcaicas el perro era un animal asociado a la muerte y que, con frecuencia, era el encargado de conducir a los muertos a la otra vida, la función del psicopompo, vamos.
—De hecho —aseguré con suficiencia—, ahí tienes a Anubis o al can Cerbero, divinidades mortuorias caniformes. Sin ir más lejos, proseguí, los neoplatónicos pensaban que el perro simbolizaba la maldad del dueño que se deshacía de ella traspasándola al animal, de manera que tu suegra tiene tan mala pipa que, arrepentida, piensa desahogar sus pudrideros en la doméstica fidelidad de su caniche. Dile esto, a ver si le gafas lo del perro y lo regala.
Se lo dijo. Pero ni por esas. Al contrario, la suegra manifestó de forma contundente que era pura bondad lo que exhibía su perro, de manera que ella le había transmitido sus cualidades positivas. Por otra parte, le hizo muchísima gracia lo del psicopompo y, a renglón seguido, le creció debajo del moño un sorprendente alarde de cultería léxica que la impulsaba a utilizar la palabra cada dos por tres.
Y así, salía al atardecer por las aceras, muy ufana, a pasear al perro. Naturalmente, se cruzaba con dos o tres mil personas que a la misma hora también pasean a sus perros de esta guisa: los padres pasean el perro que le compraron a la niña cuando aprobó 2º de ESO, los viejos pasean el perrillo de sus recuerdos, las solteras más bien provectas pasean el perrito de su desasosiego, los raperos pasean el perrazo de sus insumisiones, los amantes de los animales pasean simplemente el perro. Todos muy orgullosos, eso sí, de poder contar entre sus docilidades familiares con la doméstica afinidad de un perro.
La suegra de mi vecino estaba dotada de una capacidad de fabulación extraordinaria de modo que no se callaba ni debajo del agua y, como le había hecho gracia, según te dije, lo del psicopompo, cuando se cruzaba con una señorita que paseaba al perrito, se detenía educadamente y le decía:
—Oh, tiene usted un psicopompo monísimo—, y la señorita enrojecía.
A los padres que paseaban al perro que le compraron a la niña, etc., les espetaba:
—Buenas, tienen ustedes un psicopompo muy educado—, y los padres se soltaban de la mano.
A los raperos que paseaban al perrazo, casi les escupía:
—Vaya, tenéis un psicopompo desproporcionado—, y los raperos, perplejos, se miraban la entrepierna.
A los amantes de los animales simplemente les daba las buenas tardes.
La aparente dificultad de todo este embrollo reside en que el psicopompo, al menos el psicopompo que adopta zoomorfología canina, siente acuciantes necesidades fisiológicas y, cada dos por tres, mea y caga. Y es (in)digno de ver el sarpullido excrementicio que salpica las aceras, como ejemplo peligrosamente escatológico de resbalones, de patinazos y de untadas.
Y aunque el Excelentísimo Ayuntamiento, en su aparente afán de proteger el bien público, notifica cada dos o tres años conminatorios avisos de multa aplicables a los dueños de psicopompo desavisados, no hay remedio. Los dueños de los perros siguen tras ellos durante los atardeceres, como si tal cosa, atados (los dueños) al orgullo de la cadenita flexible como si persiguieran machaconamente la inconstancia vespertina.
En fin. Aquel atardecer, me encontré con la suegra de mi vecino que recogía a su perro. Ella subía las escaleras, yo salía a la calle. Le sonreí con la boca cerrada y, disimuladamente, le di un taconazo al perro. Nada más pisar la acera, me corté. La ñorda apretujada y maloliente del perro de la suegra de mi vecino se adhería a la suela de mi zapato con una pertinacia constante y vengativa que me impulsaba a caminar a la pata coja, sin saber qué hacer.
Justo castigo del psicopompo, creo.

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