domingo, 19 de julio de 2009

LOS PUENTES
(18-1-1999)
JUAN GARODRI


La larga polémica sobre el concepto de romanticismo (vamos a dejar aparcados en la cuneta, si te parece, a Lovejoy y a Wellek si no queremos marear más la perdiz sobre el asunto) vino a ser algo así como una pelea de gallos en corral literario. Y no digamos si la cuestión recae en el romanticismo español, ese desfase tan celtibérico que pretende descubrir la naturaleza en las ruinas del pasado en vez de adivinarla en las iluminaciones progresistas del futuro.
Bien. No es que presuma de nostalgia romántica, qué quieres que te diga, pero cuando recorro los atardeceres incomparables de la Sierra de Gata y entreveo la silueta tornasolada de los viejos puentes, germina en mi interior una especie de evanescencia sentimental y rosácea que se aferra a los ejes de la memoria con la persistencia de la miel, esos recuerdos insoportables, de felices, que aletean entre los pliegues (no tan psicasténicos como aseguran) del romanticismo no superado.
Veamos. Te detienes, por ejemplo, en el puente que cruza el Árrago, junto al camping de Gata. (Ah, las aguas del Árrago que, desde Robledillo, bajan lamiendo la Sierra y la ungen de fertilidad e inocencia). La extraordinaria soledad del agua lanza furiosos lengüetazos contra el silencio, esa claridad transparente en que se mueven las truchas. Te pierdes entre ellas y adivinas la historia de sus orillas, el fluir de otras vidas traspasadas por el trasiego del trabajo tras el olivo y los castaños, como en una reencarnación medieval de la humildad y el sosiego.
O te asomas al puente que baja desde la Fatela, camino de Acebo. O te acercas hasta el viejo molino, junto al puente de Perales. O serpenteas hasta la esbeltez icónica del puente que pervive entre la Fatela y Villasbuenas. No puedes evitarlo. Te invade la nostalgia romántica, esa insoportable levedad que te retrotrae al pasado y a las piedras ruinosas, como a un Bécquer cualquiera, enfermo de naturaleza.
Y una historia de amor sobrevuela entre los alerces, junto al puente, como una paloma acrónica que aletea a la caída del sol, aturdida de cronología. O, tal vez, una historia de odio persiste entre las paredes, aferrada al musgo y a los recuerdos, una historia arrebatada y trágica, como eterna navaja resistente al óxido que gotea la noche.
Los puentes de la Sierra de Gata. Ruinosos y esbeltos, adormecidos e increíbles. Cualquier puente simboliza un nexo, una unión entre dos contrarios, una orilla y la otra, una dificultad y la otra. El puente ‘salvaba’ la relación antagónica y convertía los sujetos en identidades deseables. Hasta el arco iris era un puente antiquísimo en el que los hombres ayuntaban las relaciones, más o menos descoyuntadas, con la divinidad. Los puentes. Son tantos, que no hay recuerdos ni dedicatorias encendidas, aplicables a todos y cada uno de ellos.
En fin. Para que no me taches de trasnochado y palizas, y para deshacer, al mismo tiempo, la precedente gilipollez romántica, voy a trasladarme a la actualidad y a rogarte que aplaudas conmigo los esfuerzos del equipo de profesionales y alumnos de la Escuela de Caminos de la Universidad de Extremadura que, según he leído, están inventariando (o ya quizás hayan inventariado) los puentes extremeños. Amén.

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