lunes, 20 de julio de 2009

LA RISA
(1-3-1999)
JUAN GARODRI



Ya se sabe, a lo que parece, que naturistas, psicólogos, médicos y demás personal especializado en la protección de la salud ciudadana, se obstinan tenazmente en mantener a raya nuestros niveles de colesterol (el malo) y en controlar lo de la presión arterial y todo eso, empeñados tenazmente en conseguir que lleguemos a la muerte perfectamente sanos. Y ¡ay de ti si desoyes sus admoniciones y consejos: irás a parar sin remedio al infierno de las cardiopatías irreversibles y llegará el día en que mueras convertido en una piltrafa cardiovascular o en una basura diabética!
Y así, el naturista se empeña en que me alimente exclusivamente de lechugas, zanahorias, tomates, frutos secos y piezas de fruta para conseguir los aportes vitamínicos y minerales necesarios que suplan las deficiencias nutricionales y eliminen de mi cuerpo la sobrecarga tóxica. Y casi le he hecho caso, porque lo asegura con tan recogida unción y severo convencimiento que, a su lado, el padre espiritual de los años adolescentes era un leviatán polífago e insaciable.
Y va el médico y me sermonea con advertencias terapéuticas y afirma, severamente, que mi jaqueca oftálmica obedece al exceso de grasas saturadas y que el tratamiento ortodoxo debe sustentarse en la ingestión razonable de paracetamol y aspirinas para aliviar los síntomas de la neuralgia ocular, glosofaríngea o trigémina. Recrimina, en consecuencia, mi desmedida afición al chorizo y a los huevos fritos, ese olor supremamente gastronómico que circunda los aledaños de la cocina y la transforma en habitáculo acogedor y hogareño. No le hago caso, para mi desgracia.
Lo mejor es lo del psicólogo. Me acerco a su confesonario y le vacío la biodegradación de mi conciencia fisiológica.
—Soy un energúmeno del derroche físico —le digo—, y tengo de todo: ansiedad, desórdenes digestivos, fatiga, insomnio, dolores musculares y palpitaciones.
—Es el estrés —me dice—, esa especie de termita robotizada y perversa que corroe las entretelas de hombres y mujeres, siempre que ambos se pasen en los retos y estímulos personales.
—¿Qué hacer? —insisto.
Y, sorprendentemente, aventura una respuesta que me deja traspuesto.
—La risa —me dice muy serio—. La risa es la naturoterapia adecuada para solucionar tu problema. Ríete sin parar, ríete de todo y no hagas caso a nada. Si te ríes, llegarás a viejo.
La recomendación, viniendo como venía de hombre tan circunspecto y mesurado, me pareció una broma. Pero decidí hacerle caso. De la siguiente manera:
a) Casi me desternillo de la risa con lo del juez de los vaqueros, ese sorprendente jurisconsulto tal vez misógino que absuelve al violador ateniéndose al hecho jurídico(?) de que la chica que viste vaqueros es, de por sí, inviolable.
b) Casi me parto de la risa con el poderío de la publicidad televisiva, ese bodrio evanescente que extiende por los salones del gentío adormilado y modorro la subespecie noticiosa de la zoofilia adolescente, por ejemplo.
c) Bueno, lo del rollo de una tal Mar Flores y un parásito al que llaman conde Loquio o Lequio o así, y el trapicheo de sus fotos encamadamente libidinosas, es para revolcarse de la risa. Más de cinco horas me esclavizaron las carcajadas, con hipo y todo.
d) Casi me muero de la risa con lo de las promesas electorales, ese engañabobos tecnológico que promete correo electrónico para todos los extremeños, como si el cable coaxial y la fibra óptica pudieran sacarnos de pobres. (A este respecto, mi tío Eufrasio tenía un seat seiscientos al que dotó de faros de xenón, asiento regulable en altura, dirección asistida, doble airbag y laterales, radiocasete estéreo con CD y seis altavoces, cierre central con telemando, alarma volumétrica, llave electrónica y llantas de aleación: soñaba que iba en un Mercedes).
e) Casi me descojono de la risa con lo del otro juez, ese que dicta sentencia (muy afirmado al parecer en extraños fundamentos legales), y asevera que el trabajo de las empleadas de hogar ni es trabajo ni es nada, porque los modernos aparatos domésticos suprimen el sudor de la frente y las cremas dermatológicas eliminan los efectos abrasivos de los detergentes.
f) Casi me caigo para atrás de la risa con lo del embarazo ectrópico, esa enajenación científica que pretende la posibilidad de tumbar a los varones en el paritorio, bien atiborrados de hormonas femeninas, descomunalmente hinchado el intestino como un bofe de chanfaina.
g) Me río, pero menos, con lo de la política europea, ese juego de billar a tres bandas en que los mandamases y demás santones de la OTAN despistan continuamente al personal y se eternizan en intrincadas conversaciones sin llegar a determinar quiénes son los buenos y quiénes los malos en Kosovo.
h) Casi caigo fulminado de la risa cuando escucho a la culifina de turno afirmar en la importantísima sección deportiva de TV que la ‘era’ Hiddink está próxima a su fin. Yo, pobre de mí, pensaba que una era consistía en un extenso período histórico caracterizado por una gran innovación en las formas de vida y de cultura. Por lo visto, Hiddink ha conseguido en menos de un año tanto o más que los científicos en la Era atómica, por ejemplo.
En fin, amigo, qué quieres que te diga. Puesto que la risa nos salva del estrés y surgen tantos motivos de risa diarios, riamos. No hay más remedio que seguir los consejos avisados del psicólogo. De hacerle caso, te aseguro, amigo, que disfrutaré de una salud de hierro y, probablemente, me caerá la breva de alcanzar una longevidad exuberante y casi bíblica, de esas en las que uno llega a conocer a los hijos de los hijos de los hijos.

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